jueves, 11 de noviembre de 2010

La conjura de los necios.

Ignatius estaba encerrado en su habitación, consensuando con su maldita mente cómo hacer para volver a verla Myrna Mynkoff. No se le ocurría la manera, ella estaba lejos, tenía otros planes para su vida, no sabía si ella quisiera verlo nuevamente.

De la habitación de Ignatius salían chirridos y eructos atronadores, que retumbaban por toda la casa. La señora Reilly habló con su amiga y había tomado una decisión, llamaría al Hospital de Caridad para que vinieran a buscar a Ignatius cuanto antes. Las cosas no podían seguir hasta ahora, Ignatius ya no aportaba más dinero en su casa, vivía descansando y elucubrando ideas comunistas que a la larga le traerían problemas a la familia entera. Ella lo había intentado todo, pero nada hacía cambiar la actitud de él, con treinta años cumplidos seguía dependiendo de ella como si tuviera catorce. La decisión había sido dura, no podía separarse de él tan fácilmente, pero con el tiempo las cosas mejorarían, todo volvería a su curso. La señora Reilly partió de su casa a lo de su amiga, que hacía tiempo le había aconsejado esto.

Ignatius notó que estaba solo en su casa, así que decidió bajar a la cocina a prepararse un sándwich. Sentía una inmensa soledad, que de a poco lo iba invadiendo. No sabía que más hacer, su vida estaba desbaratada, sin rumbo, no podía hallar una solución. Ni él mismo sabía lo que quería, no terminaba de entenderse. Sospechaba que algo sucedería, pero no tenía idea de que es lo que podría ser. Trató de calmarse, de bajar un poco las revoluciones, se recostó sobre el sillón del living a esperar lo que le depararía el destino. Era raro que su madre se hubiese ido de su casa tan temprano, sin decirle a donde. Los caminos que vendrían serían distintos, esperaba que sean mejores, sin sobresaltos, sin complicaciones, aunque aquello fuera difícil.

Eran las 23’30 horas y su cuerpo cansado pedía un cambio, una señal que pudiera finalizar con el dolor que atravesaba por ese momento. De pronto llamaron a la puerta, no tenía la menor idea de quien pudiera ser a esa hora de la noche, esperó pero seguían insistiendo así que decidió atender. Se llevó una sorpresa eran dos hombres fortachones vestidos con un ambo celeste y un tercero con uno azul, no sabía qué era lo que buscaban en su casa. Les preguntó a quién buscaban preocupado y le respondieron si él era Ignatius Reilly, a lo que él respondió el por qué de la pregunta, qué es lo que necesitaban de él si fuese él la persona que buscaban. No le dieron mayores explicaciones y comenzó un tironeo entre los cuatro que concluyó en que a Ignatius lo apresaron y lo metieron adentro de una ambulancia. Tardaron aproximadamente cuarenta minutos en llegar al Hospital, para Ignatius fue una eternidad. Lo llevaron dentro de un pabellón, todo blanco, con muchas puertas, una de ellas iba a ser su habitación. Durante toda la madrugada no pudo dormir, pensaba en como su madre podía haberlo hecho esto, encerrarlo en un Hospital Psiquiátrico.

Por fin llegó la mañana, le trajeron el desayuno con unas medicinas, unas cuantas pastillas de todos los colores imaginables. Luego él pidió un cuaderno y un lápiz para aunque sea continuar con sus notas, necesitaba hacerlo, descargar su ira sobre el papel. Se lo trajeron, así que se incorporó de la cama y comenzó un relato desahuciado por las desventuras del último tiempo, culminando con la internación. Se preguntaba cuánto tiempo lo iban a dejar encerrado, él necesitaba de libertad, no porque le gustara mucho salir a la calle sino porque así se sentía oprimido, asfixiado, sin salida.

Al tercer día recibió la visita de su madre que muy apenada le preguntó cómo se encontraba, qué es lo que podía hacer con él, a lo que respondió que nunca pensó en que fuera capaz de esto, que quería que lo liberaran de esta celda. La señora Reilly le contestó que eso no estaba en sus manos, que los médicos iban a decidir su alta.

Los días comenzaron a correr de una manera abrumadora, cada vez más la medicación lo envolvía en un mundo extraño, plagado de fantasías descabelladas, que una vez vivenciadas las relataba excitado en el cuaderno que le habían prestado. Ya eran como cien las páginas que había escrito, le quedaba poco al cuaderno y mucho a su imaginación. Decidió escribirle una carta a Myrna para ver si ella podía hacer algo para salvarlo, necesitaba su ayuda, así que lo hizo y le pidió a su madre que por favor la enviara.

Luego de meses recibió la visita de Myrna en el Hospital, se presentó sin previo aviso. Hablaron largo tiempo, él le suplicó que convenciera a los médicos que él ya se encontraba mejor, que ella se haría cargo de su cuidado. Así que ella hizo el intento, prometió cuidarlo, darle su medicación, llevarlo a los controles y de esa forma los médicos aceptaron la propuesta de ella.

A los pocos días estaban juntos Myrna y Ignatius, viviendo en una habitación de una pensión cercana al Hospital. Ella lo cuidaba noche y día, él cada vez estaba mejor, seguía con sus notas, era una verdadera terapia para él. Con el tiempo la medicación fue menguando, hasta desaparecer por completo, Ignatius estaba realmente como nuevo, con expectativas en su futuro, retomaría sus proyectos políticos pero esta vez junto a Myrna. Esto dependía de ella, ella lo había salvado, rescatado.

“Miró agradecido la nuca de Myrna, la cola de caballo que golpeaba inocente sus rodillas. Gratamente. Qué irónico, pensó Ignatius. Y, tomando la cola de caballo con una de sus manazas, la apretó cálidamente contra su húmedo bigote.”


Inspirado en el texto de John Kennedy Toole

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