sábado, 21 de agosto de 2010

Perdida entre comidas

Ansiosa esperaba que llegase su turno, hacía ya media hora que estaba en ese lugar pulcro, sin marcas, sin huellas pasadas. Hacía tiempo que había prometido ir a ver a su médico, tenía sus últimos análisis encima, los cuales sinceramente dejaban mucho que desear.


En el último tiempo había como una fuerza incontrolable que no la dejaba cuidarse. Tenía diabetes, era insulino-dependiente, y por más que tratara siempre aparecía en su bolsillo un chocolate, unas masitas dulces, que hacían desestabilizar su organismo rápidamente. Cada vez era peor, las tentaciones, los kioscos estaban aguardándola en cada esquina, sin titubeos, se convertían en órdenes sus deseos de comer algo no permitido.

Era como una muerte lenta, sabía que su no cuidado a la larga le iba a cobrar con intereses pero parecía no importarle o por lo menos no manifestaba angustia.

Después de otros quince minutos su médico la llamó. Esta vez la consulta duró más de lo habitual, él trató de indagarla para ver qué es lo que le estaba sucediendo, que no podía cumplir con el plan, ni cuidarse. Los análisis eran un fiel reflejo de su no cuidado. Ella no sabía que responderle, no tenía la respuesta, lo que sí hizo fue pedirle ayuda, rogarle que le diera él la respuesta que tanto buscaba. Pensativo, taciturno, él decidió entregarle una receta con la posibilidad de que esta vez los resultados de sus análisis fueran distintos. Él creía en ella, en que pudiera conseguirlo.

Ella salió un poco más aliviada, desparramar su pesar le había hecho bien. No entendía como siendo tan joven, no podía conseguir lo que quería. Esta puta enfermedad era silenciosa, los estragos que hacía en su cuerpo con el tiempo los vería, ahora era demasiado temprano, si aunque fuera ella le fuese dando señales, o avisando que con ella no se jode, pero no ningún signo de interrogación, ninguna palabra, ningún síntoma que complicara un poco su pasar. Quería intentarlo, por momentos lo lograba pero después de un tiempo no muy lejano, aparecía nuevamente la tentación, y la incorruptible demanda caprichosa era saciada hasta el hartazgo.

Una vez más como todas las mañanas decidió apostar por su vida, por empezar nuevamente, por no bajar los brazos, no estaba segura, pero quería logarlo. Cada paso se convertía en una revelación, cada latido era un agradecimiento, cada respiro una absolución, la sentencia no estaba resuelta, sus días comenzaban a tener más luz, se sentía distinta, con más fuerzas, menos vulnerable, no había nada que pudiera detenerla, sólo ella misma podía poner un freno a tanta compulsión, a tanto malestar disfrazado de satisfacción.

Como tantas veces volvió a empezar, a recorrer el camino ya conocido pero nunca concluido. De vez en cuando una ráfaga de viento sopla en su cara le recuerda que está viva, que puede alcanzar su objetivo, que nada es imposible. Si tan sólo pudiera repetir los cuidados unos tras otro para llegar a su meta ansiada, no era tan difícil, podía lograrlo. Sin querer comenzó cavilar sobre lo intransigente de sus decisiones, sobre lo efímero de los días sin vuelo.

Camina por la acera sin detenerse a pensar por su futuro, sin preocuparse por qué es lo que pasará mañana. Sin parase en las esquinas, se refugia en un sin lugar que habita el olvido de un hombre que un día le prometió cuidarla y que ya no estaba a su lado. Mutilada por el recuerdo que reverdecía en cada paso, sus lágrimas recorrían su rostro pintando una sintonía que escuchó hace ya mucho tiempo. Es increíble como el pasado te puede perseguir al punto de no dejarte respirar, cortando todas las posibilidades de un comienzo distinto, nuevo… la respiración comenzó a acelerarse, parecía que su corazón se le iba a salir por su boca. Sus pensamientos empezaron a desparramarse por el aire suponiendo que alguien los iba a hilvanar, pero nada de eso sucedía, parecían una catarata descontrolada que se esparcía por todos lados. Finalmente pasó por la puerta de un kiosco y lo esquivo, como si hubiese visto al mismo diablo.

Tanto esperar el problema volvió a aparecer, como un remolino de ansiedad hizo que se mordiera los labios hasta sangrar. No sabía que hacer, todo era demasiado complicado, no era como siempre una recaída, podía culminar en un atracón que iba a durar días en sanar. Rezaba para no tener que pasar por otro kiosco que iba a impedir seguir con su cuidado. Pero no todo es tan fácil, una vez más pasó por la puerta de un kiosco y no se pudo resistir y entró. Se compró dos chocolates con maní, uno de sus preferidos, se largó y comenzó a degustarlos despacio sin apuro. Ahora si se detenía con cada paso, lo saboreaba en cada bocado, lo hacía durar interminablemente. Hasta que todo llegó a su fin y de repente no tenía más. Su culpa fue en aumento, los remordimientos comenzaron a rondar a la vuelta de la esquina, persiguiendo un perdón infundado.

Herida buscó su lápiz y se inyectó insulina para paliar las consecuencias de su acto. Recordó su promesa, la frustración inundó esta vez su ser. Cayendo en un vacío sin final, se apagó la luz que irradiaba, esta vez era como tantas otras veces que la recaída parecía romper el reloj que marcaba las horas de un cuidado inestable, pendiente de un haz tan finito que con cada minuto podía cortarse. No fue suficiente su pesar, desequilibrada pensó en cualquier cosa para salir de esa tempestad que la envolvía.

Excepción de olvido, resumen de fotos desgastadas por el tiempo que no sucedió, cantaros de pesadillas, inmaculada sarampión que invade los pueblos cercanos al valle de la desesperación. Nunca fue fácil, lo intentó, pero no pudo lograrlo, su arrepentimiento cubrió con un manto gris la estepa de su cuerpo. Deseo quebrado en mil pedazos de chocolate con maní, esparcido por toda la sangre azucarada, que recorre su cuerpo lenta y minuciosamente.

Una vez más lo intentará, no sabemos si lo logrará, al menos será un comienzo como tantos otros plagados de esperanzas efímeras, que se diluyen en el jazmín del destierro. Un día más que ya nos dictará como sale.