domingo, 24 de octubre de 2010

Los treinta y tres mineros… bendita oscuridad.

Fue un día como cualquier otro, Ernesto se levantó a las seis de la mañana, desayuno tranquilo, total tenía tiempo. Tomó sus elementos de seguridad, la vianda del almuerzo y partió hacia su trabajo.

A las siete y cuarto todos se encontraban listos para realizar las tareas habituales. Así que se sumergieron en la tierra que los esperaba paciente.

Era un simple minero de 21 años de edad, que hacía un tiempo había comenzado a trabajar debido a que lo habían despedido de una empresa de seguridad, así que le pareció una muy buena opción la minería. Sus días transcurrían de su casa al trabajo y si le quedaba un poco de tiempo iba al gimnasio a cumplir con su rutina diaria. No tenía amigos, era un hombre bastante solitario, que hacía que su soledad se sintiera a miles de kilómetros de distancia. Nadie entendía esto, porque era una persona muy sociable, pero alguien de pocos amigos, digamos que sólo un par. Vivía con su madre en una humilde casa en un barrio bastante pobre. El dinero nunca alcanzaba para llegar a fin de mes, pero se las arreglaba para subsistir.

Mientras escavaban en esa tierra, nunca imaginaron lo que les depararía, de golpe se sintió un fuerte temblor, que desestabilizo a todos los operarios de la mina, una explosión arremató su espanto y a los pocos segundos estaban acorralados a setecientos metros bajos tierra, devorados por ese manto marrón que de ahora en más se convertiría en su refugio vaya a saber por cuánto tiempo más. Algunos lloraron de desesperación, otros cundieron en pánico, unos pocos trataron de calmar al resto, pero era imposible, el caos había entrado en la vida de estos mineros que a partir de este momento dependía su suerte del destino cruel que les había deparado esta trampa. Fue una emboscada de este laberinto de tierra húmeda, que sucumbe en el silencio de las profundidades. No había salida, ahora había que esperar que los pudieran encontrar y así rescatar. No perdían las esperanzas, rezaban todo el día, se reunieron por grupos, eran treinta y tres hombres ardiendo en un éxodo no elegido. Eran once por cada grupo, que se ocupaban de diferentes tareas, como por ejemplo buscar alimentos para racionalizar, tratar de hacer pozos para que puedan defecar sin contaminar el lugar, mantener limpio los rincones que habitaban. El día era una profunda oscuridad, plagada de temor, interrogantes que se extendían hasta aturdirlos con pesadillas sin fin… No podían ver la luz del día, sus ojos ya se habían acostumbrados a la negrura, cada segundo duraba una eternidad, cada minuto era un inmaculado desgarro por no poder salir. El encierro consumió sus carnes, sus pensamientos se enflaquecieron, había anorexia de esperanzas, el sudor matutino teñía su piel mugrienta con una pincelada de agua salada.

Una tarde uno de sus celulares comenzó a sonar, no entendían nada, atendieron desesperados era un hombre, que ninguno conocía pero que iluminaba su camino nuevamente. Les preguntó cómo se encontraban, si podían precisar las coordenadas por donde se hallaban, así que le pasó el teléfono a Ricardo, que le indicó exactamente en donde estaban. Les dijo que se tranquilizaran, que lo importante es que estuvieran sanos, que dentro de un tiempo los iban a poder rescatar. Esa llamada los vitalizó, les inyecto nuevas esperanzas. Los días seguían corriendo y sin novedades, sobre la pared iban haciendo rayitas tachadas para saber cuántos días habían pasado, ya iban 40 días de encierro.

Nunca imaginaron lo que estaban viviendo, era un día como cualquier otro que terminó enterrándolos en el fondo de la tierra.

Arriba prosiguieron con excavaciones sumamente cuidadosas para que no se desbarranque el lugar. Calculaban que en tres meses más los podría sacar, tenían comunicaciones seguidas con los hombres, hasta pudieron tirarles por un agujero que llegaba hasta ese lugar un par de cosas que los hombres les pedían. Tenían toda la fe que tarde o temprano los sacarían de ese infierno, sólo había que tener paciencia, esperar… no quedaba otra.

Pasó un mes más y los mineros no veían la hora de ver la luz. Cada vez más sus fuerzas se iban debilitando. Los rezos no cesaban, no tardaron en derramar lágrimas de cristal que se deslizaban sobre la tierra que habitaba en sus mejillas. Guardianes de intrusos en la obscuridad, desnudos de libertad, sofocaron sus ahogos, un ángel los rodeó con un cordón de luz, que perfiló un nuevo día naciente. Bendita oscuridad reflejada en cada mirada, en cada palabra silenciada.

A mitad del próximo mes tenían la noticia de que por fin los rescatarían muy pronto, ya estaban muy cerca de ellos, los podían oír. Llegó el gran día y las noticias del mundo posaban sus ojos en el rescate de estas personas perdidas hace ya tres meses y medio. A medianoche se probó la máquina que se encargaría de todo. El primer rescatista que bajó fue un excito, los mineros estaban felices, no lo podían creer, y con el tiempo fueron saliendo uno a uno. El reencuentro con sus familiares, la alegría de estar de nuevo sobre tierra firme. Habían vuelto a nacer, la tierra los había parido nuevamente.

Ernesto al salir no lo podía creer, fue una agonía interminable, aquel viaje a los suburbios de la tierra que los envolvió por ese tiempo. Juró nunca más dedicarse a las minas, su vida debería cambiar de una vez y para siempre. Se relajaría un poco más y trataría de vivir la vida en compañía, eso lo aprendió en ese tiempo, que es fundamental el poder compartir con otros los momentos importantes de nuestras vidas. Somos seres relacionales, que necesitamos del otro como de la luz y de la libertad, sólo que a veces cuesta entenderlo, por miedo, por frustración, por no saberlo. Pero Ernesto ya había aprendido la lección y de ahora en más la pondría en práctica.

1 comentario:

  1. Me gusto la imaginacion de como fue lo que vivieron los mineros alla abajo pero me gusto mas el final, la reflexion final. Te amo!

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